Se alquilan memorias
En una ciudad donde las personas ya no contaban años, sino experiencias almacenadas, existía un pequeño local escondido entre rascacielos de vidrio. No tenía cartel luminoso ni anuncios. Solo una puerta de madera con una placa oxidada: "Se alquilan memorias. Pago en silencio."
Nadie lo notaba… hasta que lo necesitaba.
Ema llegó allí una noche, arrastrando los pies y el alma. Había perdido a su madre hacía un mes, y con ella, todas las historias de infancia que nunca escribió. Las memorias se desvanecían más rápido de lo que esperaba. Su voz. Su risa. Cómo olía el café cuando lo preparaban juntas.
Empujó la puerta. Un timbre suave sonó, como si despertara un recuerdo lejano.
Adentro, el lugar era pequeño, lleno de estanterías con frascos de cristal. Dentro de cada uno, flotaban luces de diferentes intensidades. Una anciana de mirada clara la esperaba tras el mostrador.
—¿Primera vez? —preguntó.
Ema asintió.
—¿Qué busca?
—Quiero volver a oír a mi madre —dijo, apenas un susurro.
La anciana buscó entre los estantes y sacó un frasco con una luz cálida y temblorosa. Lo colocó sobre la mesa.
—No será tu madre. Pero será como si lo fuera. Por una hora. Luego, se va. ¿Estás dispuesta?
Ema dudó, pero el corazón decidió antes que ella.
—Sí.
La anciana le indicó una butaca. Ema se sentó. El frasco se abrió.
Y entonces, como si despertara en otro tiempo, se encontró en una cocina con paredes verdes, el aroma del pan recién hecho flotando en el aire. Una mujer tarareaba una canción mientras servía chocolate caliente.
No era su madre. Pero lo era todo al mismo tiempo.
—Te estaba esperando —dijo la mujer, sonriendo.
Ema no pudo hablar. Solo escuchó. Y durante esa hora, rieron, recordaron cosas que nunca pasaron pero que igual dolían. Compartieron silencios. Se miraron con amor.
Cuando la luz del frasco comenzó a apagarse, Ema lloró. No de tristeza, sino de gratitud.
La cocina se desvaneció. Volvió a la butaca. La anciana la observaba con calma.
—¿Quieres otra? —preguntó.
Ema negó con la cabeza. —No. Solo necesitaba una despedida.
Pagó con silencio, como decía la placa. Un silencio que duró lo que tarda el alma en asentarse.
Salió del local justo cuando amanecía. El mundo seguía siendo el mismo, pero algo dentro de ella había cambiado. Como si ahora llevara una historia más… aunque no fuera del todo suya.
Días después, volvió. Esta vez, no para alquilar una memoria, sino para dejar una.
La anciana la recibió sin hablar. Ema colocó un pequeño frasco en la estantería. Dentro brillaba una luz suave y constante.
—¿Qué contiene? —preguntó la anciana.
—Una risa. La de mi madre. Por si alguien más la necesita.
Y se fue, dejando atrás un poco de su historia. Y llevándose el eco de una voz que, por una hora, volvió a ser real.
Comentarios
Publicar un comentario