La ciudad de las luces apagadas

 En un mundo donde las luces solían brillar con fuerza, existía una ciudad llamada Lumen. Era famosa por sus faroles dorados que iluminaban cada rincón, llenando las calles de vida y alegría. Sin embargo, un día, todas las luces comenzaron a apagarse sin explicación.

Los habitantes, desesperados, intentaron encenderlas una y otra vez, pero nada funcionaba. Sin luz, la ciudad se volvió fría y silenciosa. La gente perdió la esperanza y comenzó a encerrarse en sus casas, temiendo la oscuridad.

Entre ellos estaba Leo, un niño curioso y valiente que no quería aceptar que la ciudad quedara sumida en sombras. Una noche, decidió salir con una linterna antigua que su abuelo le había dado y explorar el origen del problema.

Caminó por las calles oscuras hasta llegar a la plaza principal, donde estaba el Gran Faro, una torre enorme que había mantenido encendida la luz de la ciudad durante siglos. Pero ahora, el faro también estaba apagado.

Leo subió por las escaleras hasta la cima y encontró un libro viejo sobre un pedestal. Al abrirlo, leyó que la luz de la ciudad no provenía de los faroles, sino de un cristal mágico escondido en las profundidades de la montaña cercana.

Decidido, Leo emprendió el viaje hacia la montaña al amanecer. El camino era difícil, lleno de rocas y sombras que parecían moverse. Pero su linterna iluminaba el sendero y su corazón, la esperanza.

Después de horas de caminata, llegó a una cueva donde el aire brillaba con un resplandor tenue. En el centro, encontró el cristal, apagado y cubierto de polvo. Al acercarse, el cristal comenzó a vibrar.

Leo recordó las palabras del libro: para reactivar el cristal, debía compartir la luz que llevaba dentro, la luz de la bondad y el coraje. Cerró los ojos, respiró profundo y pensó en todas las cosas buenas que había hecho y en las personas que amaba.

Entonces, el cristal se iluminó con una luz cálida y brillante, que se extendió por toda la cueva y se filtró hacia la ciudad.

De regreso en Lumen, Leo vio cómo poco a poco las luces volvían a encenderse. Las calles recuperaron su brillo, los colores volvieron y la gente salió de sus casas, maravillada.

El faro volvió a iluminar el cielo nocturno, y la ciudad celebró la valentía del niño que nunca perdió la esperanza.

Desde aquel día, la gente comprendió que la verdadera luz no está en los faroles ni en cristales, sino en el coraje y la bondad de cada corazón.

Y Leo siguió explorando, sabiendo que, aunque las luces se apaguen alguna vez, siempre habrá alguien dispuesto a encenderlas de nuevo.

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