La flor del tiempo
En un pequeño pueblo rodeado de montañas eternas, vivía Amelia, una niña curiosa que coleccionaba preguntas. No piedras, ni mariposas, ni estampas como los demás niños, sino preguntas: ¿Por qué los gatos siempre caen de pie? ¿A dónde van los sueños cuando despiertas? ¿Por qué el tiempo nunca espera?
Su abuelo, Don Isidro, era un relojero retirado. Su taller, lleno de péndulos, engranajes y cucús dormidos, era el lugar favorito de Amelia. Cada tarde, ella le llevaba una pregunta nueva. Él, con paciencia de siglos, respondía algunas. Otras, simplemente le sonreía y decía: “Esa es una pregunta para la Flor del Tiempo.”
“¿La Flor del Tiempo?” preguntó Amelia una tarde de otoño.
“Dicen que crece una vez cada cien años, al pie del árbol más viejo del valle. Si logras verla, puedes hacerle una sola pregunta, y responderá con la verdad más profunda.”
Esa noche, Amelia no durmió. Miró el calendario: el año marcaba cien desde la última gran nevada. Al amanecer, se calzó sus botas, tomó una linterna, un cuaderno y partió hacia el bosque.
El viento entre los árboles parecía susurrar secretos. Caminó durante horas, siguiendo el sendero que su abuelo le había descrito muchas veces. Al llegar al claro donde se alzaba el gran roble —enorme, retorcido, más antiguo que el tiempo mismo—, la vio.
La flor era pequeña, de pétalos dorados que parecían hechos de luz líquida. No tenía perfume, pero el aire a su alrededor vibraba, como si cada segundo fuera más denso.
Amelia se arrodilló. Había esperado este momento sin saberlo toda su vida. Tenía una sola oportunidad.
Abrió su cuaderno. Dentro, había escrito muchas posibles preguntas. ¿Cómo ser feliz? ¿Qué pasa cuando morimos? ¿Qué es el amor verdadero?
Pero entonces recordó a su abuelo, ya encorvado, con la mirada cada vez más lejana. Y supo cuál era la pregunta correcta.
Susurró: “¿Cómo puedo hacer que el tiempo con él dure más?”
La flor tembló suavemente. Sus pétalos brillaron, y una voz sin sonido llenó el claro.
“El tiempo no puede alargarse… pero puede llenarse. No cuentes los minutos. Haz que cada uno cuente.”
Amelia guardó su cuaderno sin escribir nada. Regresó al pueblo con una sonrisa diferente, una que no buscaba respuestas, sino momentos.
Desde ese día, acompañó a su abuelo en silencio, ayudándole a pulir engranajes, escuchando los latidos de cada reloj. Ya no hacía preguntas, sino que vivía como si cada segundo fuera una joya que no se podía repetir.
Y cuando finalmente, años después, Don Isidro cerró los ojos por última vez, Amelia no lloró de inmediato. Primero, puso en marcha un antiguo reloj de péndulo que nunca funcionó… hasta ese día.
Porque comprendió que la flor no mentía: el tiempo no se alarga. Pero sí puede llenarse de amor, de presencia, de vida.
Y así, con su cuaderno en blanco, Amelia siguió adelante. No para encontrar respuestas, sino para vivir las mejores preguntas.
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