La casa que susurraba
En el borde del pueblo, donde el viento no pasaba dos veces y los árboles crecían inclinados por costumbre, había una casa abandonada. Todos la conocían, todos la evitaban. Decían que estaba embrujada, que por las noches se escuchaban susurros saliendo de las ventanas rotas. Pero nadie se acercaba lo suficiente como para comprobarlo.
Nadie, excepto Leo.
Leo era un niño de once años, de mirada inquieta y silencios largos. Su madre trabajaba hasta tarde, su padre se había ido hacía tiempo, y él solía vagar por el pueblo con un cuaderno y un lápiz que usaba para escribir cosas que no se atrevía a decir en voz alta.
Una tarde, después de una pelea en la escuela, Leo caminó sin rumbo hasta encontrarse frente a la casa. Se quedó allí, quieto. Algo lo llamó. No un ruido, ni una figura extraña, sino una sensación: como si alguien lo esperara.
Empujó la verja oxidada, subió los escalones y abrió la puerta.
Nada lo atacó. Nadie gritó. Solo un crujido lento de madera vieja, como un bostezo.
Entró.
La casa estaba llena de polvo y de una luz dorada que venía de las rendijas. Todo parecía congelado: los relojes parados, los libros abiertos en la misma página, una taza rota junto al sofá. Pero lo más extraño eran los susurros. No eran palabras claras, sino ecos. Recuerdos. Fragmentos.
—“No olvides la leche.”
—“Te leo otro capítulo si prometes dormir después.”
—“Estoy orgulloso de ti.”
Leo sintió que no estaba solo. Que la casa le hablaba. No con miedo, sino con ternura.
Exploró cada habitación. En una encontró un escritorio con papeles viejos. En otro, una foto de familia: un padre, una madre, un niño con cara de risa. Leo la guardó en su mochila sin saber por qué.
Al subir al ático, descubrió una caja con cartas. No estaban dirigidas a nadie. O quizás sí. Decían cosas como:
—“Quisiera haber tenido más tiempo.”
—“No supe cómo decir adiós.”
—“Si alguna vez alguien me escucha… gracias por entrar.”
Leo cerró la caja y se sentó en el suelo. Por primera vez en mucho tiempo, lloró. No de miedo, sino de alivio. Como si alguien lo entendiera.
Volvió cada tarde.
No dijo nada a nadie. Solo escribía en su cuaderno y escuchaba a la casa. A veces, hablaba en voz alta. Contaba lo que le pasaba, lo que extrañaba, lo que no entendía. Y la casa, en su manera susurrante, siempre respondía.
Un día, al llegar, la casa estaba en silencio. Ni un crujido. Solo una carta en el umbral:
“Ya sabes cómo escucharte. Ya no me necesitas.”
Leo la leyó, sonrió y se fue.
Años después, la casa fue demolida. Pero los vecinos juran que, en noches muy quietas, aún se oyen voces suaves, como recuerdos que se resisten a desaparecer.
Y Leo, ya grande, cada vez que duda, se detiene, cierra los ojos… y escucha.
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