La banca del parque
Don Julián se sentaba cada tarde en la misma banca del parque. Llevaba sombrero, bastón y una bolsa de pan para las palomas. Nadie sabía exactamente cuántos años tenía, pero todos sabían que su lugar era ese: la segunda banca frente al lago, bajo el árbol torcido.
Nunca hablaba mucho, solo saludaba con una leve inclinación de cabeza. Los niños le temían un poco al principio, hasta que descubrían que siempre tenía un caramelo escondido en el bolsillo.
A veces, pasaban horas y nadie se sentaba con él. Otras veces, algún joven se acercaba a descansar y terminaba escuchando una historia que parecía inventada, pero siempre dejaba algo latiendo en el pecho.
Una tarde, llegó al parque una chica de unos veinte años. Se llamaba Clara. Caminaba lento, arrastrando una mochila pesada y el alma más aún. Buscaba silencio, sombra, cualquier cosa que la ayudara a ordenar sus pensamientos. Su padre había muerto hacía tres semanas, y desde entonces, nada tenía sentido.
Se sentó en la primera banca. Pero algo la hizo mirar hacia don Julián. Tal vez fue su silencio compartido, o la forma en que lanzaba migas sin mirar, como si supiera exactamente dónde caerían.
—¿Puedo? —preguntó, señalando la banca.
Don Julián asintió. No dijo nada más. Clara tampoco.
Pasaron los minutos. Solo se oía el rumor del viento y las alas de las palomas. Hasta que él habló:
—Parece que el mundo se detiene cuando uno pierde a alguien. Como si los relojes se ofendieran por seguir andando.
Clara lo miró. Sintió un nudo en la garganta. No le había dicho nada.
—¿Cómo lo supo?
—Lo traes en los hombros —dijo él, sin mirarla—. Lo sé porque yo también lo he cargado.
Ella bajó la vista. Luego, sin saber por qué, comenzó a hablar. Le contó sobre su padre: cómo silbaba desafinado en la cocina, cómo se quedaba dormido con los libros abiertos, cómo le enseñó a no tener miedo.
Don Julián escuchó sin interrumpir. Cuando ella terminó, él dijo:
—El dolor no se va. Se vuelve parte del equipaje. Pero con el tiempo, se acomoda. Y deja espacio para la memoria.
Ese día, Clara volvió a casa un poco más ligera.
Y volvió al parque al día siguiente. Y al otro. Durante semanas, compartieron silencios, historias, migas y ocasionales lágrimas. Nunca preguntó mucho por él. Solo sabía que algo en su compañía reparaba lo que parecía roto.
Hasta que un jueves, don Julián no apareció.
Esperó horas. Volvió al día siguiente. Y al siguiente. Pero la segunda banca frente al lago estaba vacía.
Una semana después, encontró una carta escondida en el respaldo, dentro de una bolsita de papel.
“Gracias por sentarte conmigo. Recuerda mirar siempre al lago cuando duela. El reflejo del cielo te recordará que todo lo que se va… también queda.”
Y junto a la carta, un caramelo.
Clara sonrió. Y se sentó en la segunda banca.
Ahora, cada tarde, hay alguien esperando. No con dolor, sino con memoria.
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