El vendedor de sombras

 Cada jueves, justo antes del anochecer, llegaba al pueblo un hombre delgado, con sombrero de ala ancha y un maletín gastado. Nadie sabía su nombre. Lo llamaban simplemente el Vendedor de Sombras.

Instalaba su puesto en la plaza, entre el reloj viejo y la fuente seca. En su mesa, no había telas ni juguetes ni frutas. Solo pequeños frascos de cristal, cada uno con una sombra danzando en su interior.

—Sombras únicas —decía con voz suave—. Para los que han perdido la suya. O para los que quieren una mejor.

Los adultos lo miraban con recelo. Pero los niños, fascinados, se acercaban. A algunos les ofrecía intercambiar sus propias sombras por otras: más grandes, más valientes, más divertidas.

—Una sombra de león para un niño tímido —decía—. O una de acróbata, para quien teme caer.

Nadie sabía de dónde venían aquellas sombras. Algunos decían que las cazaba al atardecer, cuando eran más largas y descuidadas. Otros, que las robaba de los sueños.

Una tarde, Emma, una niña callada con trenzas desordenadas, se acercó al puesto. Su sombra era tan pequeña y apagada que parecía no tener forma.

—¿Puedo ver una de esas? —preguntó, señalando un frasco que brillaba suavemente.

El vendedor lo abrió. La sombra en su interior se estiró como un suspiro. Era esbelta, elegante, con alas en la espalda.

—Sombra de valiente —dijo él—. Solo aparece cuando dejas el miedo atrás.

—¿Cuánto cuesta?

El vendedor la observó con atención. —Tu sombra a cambio. Pero si decides tomarla, no podrás recuperarla jamás.

Emma dudó. Su sombra, aunque pequeña, era suya. Pero recordó todos los días que quiso hablar y no pudo, correr y no se atrevió, soñar en voz alta y se quedó callada.

—Acepto —dijo, y la transacción fue tan simple como cerrar los ojos y respirar profundo.

Desde ese día, Emma caminó distinto. Su nueva sombra saltaba sobre charcos antes que ella, trepaba árboles con entusiasmo y se extendía como alas al correr. Los niños comenzaron a seguirla, y ella, por primera vez, no huyó.

Pero pronto notó algo extraño: cada vez que sentía miedo, la sombra desaparecía por segundos. Y cuando mentía, se encogía. Comprendió que la sombra no era mágica por sí sola. Respondía a quién era ella por dentro.

Una tarde, cuando volvió a la plaza, el puesto del vendedor ya no estaba. Solo quedaba un frasco sobre el banco, con una nota:

“Las sombras prestadas solo sirven si se viven de verdad. Si aprendiste a usarla, ya es tuya.”

Emma sonrió. Cerró el frasco, no para guardarlo, sino para liberarlo. Lo destapó, y la sombra voló hacia el cielo, dejando atrás un brillo suave.

Desde entonces, ella ya no necesitó otra sombra.

Porque había aprendido a iluminarse sola.

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