El último faro
En la costa olvidada de un país sin nombre, donde las olas rompían con furia sobre acantilados negros y el viento no conocía tregua, se alzaba el último faro. Viejo, solitario y medio inclinado por los años y las tormentas, aún brillaba cada noche, aunque hacía décadas que ningún barco cruzaba por allí.
El farero, don Elías, era un hombre de rostro tallado por la sal y la soledad. Vivía con su gato, Pólux, y un reloj que se había detenido hacía años pero que aún colgaba en la pared, marcando las 2:17, como si el tiempo mismo hubiera decidido que no había nada más que contar.
Cada noche, don Elías subía los escalones con su linterna, limpiaba el cristal de la linterna y encendía la luz. Lo hacía con una rutina que rozaba lo sagrado. “Por si acaso”, murmuraba. “Por si acaso alguien lo necesita.”
Una noche, mientras el viento aullaba con una desesperación más intensa de lo habitual, Elías notó algo extraño: una figura en la orilla. No era un marinero ni un turista extraviado. Era una niña. Descalza, con un vestido blanco y largo, y una mirada que no era de este mundo. No hablaba. Solo señalaba al faro.
Don Elías bajó y se acercó con cautela. “¿Te perdiste?” preguntó, pero la niña no respondió. Pólux, que nunca permitía que nadie extraño se acercara, se restregó contra ella como si la conociera de toda la vida.
Esa noche, la luz del faro brilló más fuerte que nunca. Al amanecer, la niña ya no estaba, pero en la arena quedó un dibujo: un barco, un remolino y un faro en lo alto. Don Elías lo observó en silencio. Luego miró el mar.
En los días siguientes, cosas extrañas comenzaron a suceder. El reloj, inmóvil durante años, empezó a moverse. A las 2:17 exactas, la luz del faro se intensificaba como una estrella. Y cada noche, más figuras aparecían en la orilla. Marineros de otros tiempos, mujeres con trajes antiguos, incluso un joven con uniforme de aviador. Todos miraban al faro con gratitud y desaparecían al amanecer.
Don Elías comprendió entonces: su luz no guiaba barcos. Guiaba almas perdidas.
Una noche, mientras encendía la lámpara por milésima vez, sintió un cansancio nuevo. Se apoyó en el muro y sonrió. El reloj marcaba 2:17. Pólux se sentó a su lado. Afuera, el mar estaba en calma.
Esa madrugada, por primera vez en muchos años, el faro no encendió.
Cuando llegaron al día siguiente —un equipo de rescate alertado por la falta de luz—, encontraron a don Elías en lo alto, dormido para siempre, con una expresión de paz en el rostro. Pólux se había ido. Nadie lo volvió a ver.
Pero desde entonces, cada noche, sin que nadie lo toque, la luz del faro vuelve a brillar. Siempre a las 2:17. Siempre por si acaso.
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