El espejo del otro lado
Mateo era un niño común, o al menos eso pensaba. Iba a la escuela, se aburría con las matemáticas y soñaba con volar. Vivía con su madre en una antigua casa de madera, donde cada rincón tenía un crujido distinto. Pero lo más extraño de la casa estaba en el desván: un espejo enorme, ovalado, cubierto con una tela roja que nadie se atrevía a quitar.
“Ese espejo no es para jugar”, le decía su madre cada vez que él preguntaba. “Era de tu bisabuelo. Déjalo donde está.”
Pero una tarde de lluvia, aburrido y con la curiosidad picándole detrás de los ojos, Mateo subió al desván. Quitó la tela con cuidado, como si estuviera desatando un secreto. El espejo no reflejaba el desván. Reflejaba… otra habitación. Parecida, pero diferente. Había un gato que él no tenía, una lámpara que nunca había visto, y sobre todo, un niño parado frente a él.
El niño era idéntico a Mateo. Mismos ojos, misma sonrisa, misma ropa. Solo que no era un reflejo. Se movía por su cuenta. Saludó con la mano. Mateo, temblando, hizo lo mismo. El otro niño habló, pero su voz no cruzó el cristal. Solo movía los labios: “¿Quieres venir?”
Mateo asintió. Al instante, el espejo se volvió líquido. Una superficie ondulante como agua de lago.
Con un paso, Mateo cruzó.
Del otro lado, el mundo era igual pero invertido. El cielo tenía un tono morado suave, los árboles susurraban melodías y los relojes caminaban hacia atrás. Su doble lo llevó por un bosque donde los pájaros contaban historias, y por un lago que mostraba recuerdos en lugar de reflejos.
“¿Dónde estamos?” preguntó Mateo.
“En el Otro Lado. Aquí, todo lo que sueñas es real. Pero cuidado: si te quedas demasiado, olvidarás quién eres.”
Mateo se rió, pensando que era solo un juego. Pasaron horas… o días. No lo sabía. Jugó con su doble, aprendió a volar bajito, a conversar con las sombras, y a silbarle al viento para hacerlo bailar.
Pero una noche, al mirar el lago, vio algo preocupante: su reflejo ya no era él. Era su doble, sonriendo con una mirada que no era suya. De pronto, comprendió.
“Quiero volver”, dijo.
Su doble negó con la cabeza. “Tarde. Tu reflejo ya no te reconoce.”
Desesperado, corrió de regreso al espejo. Estaba allí, pero apagado. Golpeó el cristal. Gritó.
Del otro lado, su madre quitaba la tela roja. Lo miró… pero no lo vio. Lo que vio fue al otro niño, que la abrazaba como si siempre hubiera estado allí.
Mateo gritó, lloró… hasta que una voz suave le habló al oído. Era el lago.
“Recuerda quién eres. Dilo en voz alta.”
Mateo respiró hondo. Cerró los ojos. “Soy Mateo. El verdadero. El que pertenece allá.”
El espejo brilló.
Con un destello, todo cambió.
Despertó en su cama. El espejo seguía cubierto. El gato no existía. Todo era normal.
O casi.
Porque desde entonces, cada vez que se miraba en un espejo, su reflejo tardaba un segundo más en moverse.
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