El espejo de las palabras
En un pueblo olvidado por el tiempo, donde las casas tenían colores desvaídos y las calles olían a nostalgia, existía una tienda peculiar llamada “El Espejo de las Palabras”. Nadie sabía bien qué vendía, porque no tenía escaparate ni anuncios, solo un espejo grande en la puerta que reflejaba no a quienes pasaban, sino a sus pensamientos más profundos.
Un día, Ana, una joven que buscaba inspiración para escribir su primer libro, decidió entrar. La puerta se abrió con un suspiro, y dentro encontró un lugar lleno de libros viejos, plumas, y ese espejo que parecía pulsar con una luz propia.
—¿Buscas palabras que no encuentras? —preguntó una voz suave, la del dueño, un hombre pequeño con ojos sabios.
Ana asintió. Se acercó al espejo y, al mirarse, vio reflejadas no su imagen, sino escenas fragmentadas: recuerdos olvidados, sueños rotos, deseos guardados.
—Este espejo no solo muestra lo que eres, sino lo que puedes ser —dijo el hombre—. Pero cuidado, porque las palabras tienen poder, y no siempre es fácil enfrentarlas.
Ana tocó el espejo y fue como sumergirse en un río de historias. Vio vidas cruzadas, amores que nunca se dijeron, miedos ocultos, esperanzas luminosas. Comenzó a escribir con una pasión que nunca antes había sentido.
Pero pronto notó que las historias que emergían del espejo no solo eran suyas, sino de todas las personas que habían pasado por la tienda. Historias que pedían ser contadas, escuchadas, sanadas.
Ana decidió compartir esas historias con el pueblo. Leyó en plazas, en cafés, en rincones olvidados. Cada relato despertaba algo en los corazones de quienes la escuchaban, y poco a poco el pueblo comenzó a brillar de nuevo.
Un día, al volver a la tienda, encontró el espejo vacío, sin reflejos, sin luz. El hombre pequeño sonrió y dijo:
—Has cumplido tu misión. Las palabras ahora viven en otros, y el espejo puede descansar.
Ana salió al sol, con el corazón lleno y una certeza: las palabras, cuando se comparten, pueden transformar el mundo.
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