El hombre que arreglaba estrellas
En lo alto de una colina donde el cielo parecía más cerca que la tierra, vivía un hombre llamado Teo. No era astrónomo, ni científico, ni inventor. Era, según decía el cartel en su puerta, "Arreglador de estrellas. Trabajo fino. Resultados garantizados."
Nadie le creía, por supuesto. Excepto los niños.
Cada noche, Teo subía al techo de su cabaña con una escalera vieja, un catalejo de cobre y una caja de herramientas. Se sentaba bajo el cielo abierto y observaba en silencio. Cuando encontraba una estrella que titilaba con menos fuerza de la habitual, anotaba algo en su cuaderno, murmuraba un “te tengo” y desaparecía dentro.
—¿De verdad las arreglas? —le preguntó un niño del pueblo, curioso.
—Claro —respondía Teo, sonriendo—. Algunas están cansadas. Otras están tristes. Solo necesitan un poco de atención.
Los adultos se burlaban de él. Decían que estaba loco. Que hablaba con luces. Pero cada vez que un niño lloraba, y su ventana daba al cielo, una estrella parecía brillar justo para él.
Teo decía que no eran casualidades. Que las estrellas eran como personas: necesitaban que alguien creyera en ellas.
Un invierno, la estrella más brillante —a la que él llamaba “Lucía”— empezó a apagarse. Al principio fue leve, pero en pocos días, parecía un recuerdo en lugar de una luz. Teo se preocupó. Subió cada noche, revisó sus notas, consultó antiguos cuadernos.
—Está perdiendo su propósito —murmuró—. Está olvidando por qué brilla.
Esa noche, no bajó.
Al amanecer, los niños encontraron la cabaña vacía. Solo quedaba el catalejo, el cuaderno y una carta que decía:
“Fui a ayudarla. Cuídense entre ustedes. Y miren siempre hacia arriba.”
Durante semanas, Lucía siguió apagada.
Pero una noche, cuando el cielo parecía más negro que nunca, algo ocurrió: una chispa. Luego otra. Y otra más. Hasta que la estrella volvió a brillar, más fuerte que antes, con un pulso suave como un corazón que recuerda por qué late.
Los niños sabían que Teo lo había logrado. Que estaba allá arriba, quizá no arreglando estrellas, sino enseñándoles a no rendirse.
Con el tiempo, otros comenzaron a subir al techo de la cabaña. Llevaban herramientas inventadas, cuadernos, incluso canciones. No sabían cómo reparar estrellas, pero lo intentaban. Y eso bastaba.
Años después, uno de esos niños —ya grande— pintó un nuevo cartel:
"Se enseñan estrellas. Trabajo con amor. No se garantiza nada, pero se intenta igual."
Y cada noche, bajo ese mismo cielo, alguien miraba hacia arriba, buscando una luz que parecía parpadearles solo a ellos.
Porque en algún lugar, tal vez muy lejos o muy dentro, Teo seguía recordándonos que incluso las estrellas más cansadas pueden volver a brillar… si alguien cree en ellas.
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